Sitios con encanto (I): El Rocío

8 / oct / 2012 - Yolanda Salmerón


Prendía del sueño como una gota de rocío en donde nace la esperanza del amor mío... 

Dicen que quienes carecen de un sentido desarrollan otro de forma especial... En mi caso, mi capacidad para atesorar recuerdos en la mente es prácticamente nula, pero tengo una agradecida memoria fotográfica y esa gracia natural de volverme a erizar la piel trayendo las sensaciones pasadas al presente. 

La piel, el alma y hasta los pasos se me encogen al revivir el Rocío. No han visto cuadro tan hermoso mis ojos ni tiene palabras mi boca para definir tanta belleza. Salvaje, como la naturaleza virgen de las cosas puras que no conocen de la maldad del hombre, pero sí de su inocencia más tierna, de la fe de sus suspiros y el peso de sus anhelos. En medio del camino se dan una tregua por fandangos la amargura del arrepentimiento y la alegría del reencuentro. Y por sevillanas recoge toda su lírica esta estampa que va y viene al Alosno en busca de un espejo en que peinar sus canas. 

Serían las cinco de una tarde de finales de julio y no creo que a la sombra el termómetro marcase menos de 40 grados. Iba con un amigo casi albino, vestido íntegramente de negro al que, intuyo, por su semblante y el bochorno que traía escrito en el sudor, el cuadro le quedaba grande. 

El polvo del camino se mojaba los labios en manzanilla, purificadora brisa para los pies descalzos que, esperanzados, buscan en el contacto de una tierra de fuego, historia y sangre, el zapato de su destino. De derecha a izquierda, de izquierda a derecha, de arriba a abajo y de abajo a arriba, parecíamos estar en el desierto, abierto al cielo, con impresionantes hermandades a un lado y al otro, y la magia encinta de todo lo andaluz, tiendas de souvenir, con trajes de flamenca, carruajes, la marisma encantadora de palabra sellada en su sequía y el sentimiento embriagador de haber estado allí sin haber pisado esa tierra. 

Delante nuestra iba un señor de unos 40 y tantos, único valiente capaz de lidiar al morlaco de aquella plaza. En otras circunstancias, quizá, le habría llamado tío por el tambaleo de su paso. Pero, a pesar de ese caminar incierto, y de su borrachera en todo lo alto, aquel hombre era un señor de los que pocos quedan, de los que se visten por los pies. Y a saber de dónde venía en su penitencia, ¡pero no era un miserable! El señor de 40 y pico iba cantando por Bambino 'no me des guerra, guerra, guerra, mira que soy capaz, capaz, capaz, de hundir mi cuerpo bajo tierra' en su camino a la Ermita y, frente a la Blanca Paloma, rosario en mano, rezó en latín todo lo que sabía. Era un señor. Traía su fe prendida de la Virgen del Rocío y arrodillado frente a ella con su impecable latín de pecho, nos hacía sentir a los demás miserables por no presentarnos ante ella con el alma tan limpia. Transmitía en lengua muerta esperanza de vida y alegría de vivir. Todos se volvían a mirarle y creían un poco más en el milagro rociero. 

A ella hay que verla en persona y de frente. Cada par de ojos la mirará con un semblante distinto, pero su inmaculada belleza y el blanco encalado que desprende no pueden si no inspirar amor y ternura. Tanto si se cree como si no, es inevitable sentirla madre auxiliadora y motivo de esperanza al abrigo de su manto. Y se llenan los suspiros de tanta vida que dan ganas de deshacer el camino una y mil veces por recoger la fe de su abrazo. 

Ya de vuelta, con una manzanilla en el cuerpo, mi amigo, de cuya presencia me había olvidado hacía tiempo, se metió la estampa en el bolsillo y marcó un 'me gusta' Rocío. Me lo gritó al oído su paso tambaleante.

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